Cuando
conocí a Wendy supe, desde el primer chispazo de su mirada, que aquella mujer
había estado del otro lado. Además de reconocer el desafío que me proponía,
claro.
Luego
cuando de madrugada mis dedos estaban al borde de borrar sus huellas digitales
en el clítoris de aquella rubia cuarentona –le encantaba, descubrí, que la
masturbaran, y casi que era su inmejorable modo de llegar al orgasmo-,
comprendí definitivamente, en sus suspiros, que ella había vivido unos
instantes de gloria en algún recóndito cuarto de la historia. La suya.
Una
hora de reloj –lo digo porque por momentos observaba los numeritos, de aburrido
nomás-, me lo pasé mordisqueando sus pezones y frotándole la hendidura. Ella me
masturbaba a mí, cuando se acordaba, entre resuello y resuello. Tuve que esperar
que su satisfecho ímpetu se tomase un receso, con un leve sueñito de treinta
minutos, en los que me entretuve toqueteándola para despertarla con el deseo
volver a la carga. Y se despertó, y de vuelta a cogerme la mano para que la
masturbara, y sutilmente dije basta. Con la actitud. Así que no sé si por
complacerme, al fin me dejo hurgar en sus profundidades con la herramienta al
uso. Aunque duró poco. Poco porque inmediatamente se puso de lado y me dijo que
otra cosa le gustaba tanto como masturbarse: el sexo oral. Y lo hacía bastante
bien, con variaciones de profesional. Que según me advirtió no eran oficios de
puta, “que yo no se la chupo a cualquiera, ¿me entiendes?, me espetó sujetando
mi sorprendido artilugio a modo de micrófono, “solo a los que me gustan mucho”.
Ajá, pensé, pero sigue, sigue, por favor. Y siguió, con que no me derramase en
su boca, que si acaso en sus pechos o en la cara, si me apetecía. Como me
calentaba y me enfriaba no conseguía tener el ánimo firme de forma permanente
–como hacen los protagonistas de las pelis porno-, y se quejó: “Tardas mucho”.
Entonces, cuarenta y tres minutos después, entre un escarceo y otro, conseguí
que abriese bien sus largas piernas, y afirmándolas con los brazos, como si
estuviese acuclillada pero boca arriba, me impuse en toda la extensión, sin que
sobrase o faltase nada. Hasta el fondo. Cuando acabe la faena estaba exhausto,
y apenas escuche su voz preocupada: “Tienes puesto un condón, ¿no?”. Me aparté
y le enseñe la evidencia. Suspiró y me dijo que le había encantado. Después de
tanto trajín, la verdad, no me importaba demasiado si era o no sincera.
Mientras
desayunábamos, cerca del mediodía, me contó detalles de su vida que confirmaron
mi apreciación inicial: había estado del otro lado. Me habló de sus andanzas en
el periodismo televisivo. De las envidias, recelos, traiciones y bajezas de los
más miserables colores. De su ascenso y descenso de aquellas luminarias. De la
cocaína. Sus enormes ojos azules se humedecían al rememorar aquellos súbitos paraísos,
con sus respectivos infiernos. Su mirada estaba adornada por arrugas que
provenían más de la noche, el alcohol y la coca que de su edad. Ya no me drogo,
me confesó tratando de convencerme y apretó mi mano entre las suyas para hacer
más convincente su palabra. Igual no le creí demasiado, aunque me gustaba la
intención. Noches después la rudeza de su trato y la contracción de la mandíbula
rubricaron lo que era evidente: seguía enganchada. No la juzgué, cada cual hace
lo que puede. Pero decidí no volver a frecuentarla. Yo era el tipo menos
indicado para dar apoyo a nadie, ni para estar a expensas de cambios bruscos de
un temperamento de por sí contundente. Como el de la mayoría de mujeres de
cuarenta acostumbradas a vivir solas. Además la gimnasia manual a la que me
convidaba a jugar no me resultaba del todo placentera.
Tenía
un cuerpo, que así, desnuda, deambulando por la estancia, despertaría los bríos
de un macho en celo, o no, de cualquier especie. Estatura y formas de modelo.
Una silueta que resistía el paso del tiempo más que con dignidad, con verdadera
soberbia. En su momento habría sido una tremenda muchacha, un preciado objeto
del deseo, baba de empresarios y competencia brutal de sus congéneres. “Pata
negra”, me comentó un amigo común, “era pata negra”, refiriéndose al jamón de
excelencia. Ahora estaba en los comienzos de su decadencia.
Siempre
he visto cerca del Portal a mujeres así, pero jóvenes. Siempre me imaginaba
como sería estar una noche con una fémina de aquellas. Qué atributos debería
ostentar para seducirlas. “Dinero, mucho dinero…poder”, me dijo lacónicamente,
Tito, “si a una mujer común le tienes que ofrecer seguridad, imagínese a una de
éstas niñas, van a por todas…y eso es algo muy, pero que muy impensable para
usted o para mí, y viejos”, se rió, mostrándome su escasa provisión dentaria.
También solían pasar por allí muchas “wendys” con el profundo convencimiento de
un retorno. Aunque “mi” Wendy no tenía retorno. Y no es que no fuese, aún,
bonita, e inteligente en sus ratos de lucidez plena. Su destino era evidente.
Como el de Tito. Como el mío. Como el de millones. Vivir de la ilusión generada
por ese paisaje luminoso, esa jungla de placer a voces que se hallaba más allá
de nuestros pasos y nuestras conciencias.
No hace
tanto me crucé con Wendy en una esquina próxima a la plaza de Lavapiés. Yo
caminaba decidido hacia la boca de metro y ella hablaba de un modo desenfrenado
con unos morenos africanos –creo-. Tenía la espalda curvada como un animal de
pelea. Como un boxeador. Dura. Me miró de reojo pero sin reconocerme, estaba
ensimismada en su discurso. Muy dura, me pareció. Antes de bajar las
escalinatas giré la cabeza para ver si me miraba. Seguía en lo suyo,
gesticulando con los brazos desplegados y sacudiendo la cabeza como si quisiese
sacarse un inexistente mechón de pelos de su frente.
Me
equivoqué con ella en una cosa. Su destino. La foto de Wendy salió en un
periódico. Una foto de su época más brillante. De cuerpo entero, sonriente, en
un set de televisión de no sé qué programa de no mucho rating. Pero de una
cadena importante, eso sí. Se la veía bellísima. Tal como aquellas inalcanzables
de las muchedumbres del Portal.
Aunque
morir atropellada por un taxi en el Paseo de Recoletos no tenía mérito alguno,
había conseguido relanzar su calidad de ángel efímero. Ahora más efímero que nunca.
Postrer medalla a una vida que no dejaba tras de sí ni herencias, ni
descendencias. Apenas un recuerdo en la página policial de un diario, ni tan
siquiera en el área de espectáculos, no, en la zona ruin. Aunque siempre
quedaría una mención, escueta, en ciertos rincones de la red global. Y por
supuesto en mi memoria. Que no es gran cosa.
No es
gran cosa, claro.