sábado, 9 de febrero de 2013

Wendy, al final



Cuando conocí a Wendy supe, desde el primer chispazo de su mirada, que aquella mujer había estado del otro lado. Además de reconocer el desafío que me proponía, claro.
Luego cuando de madrugada mis dedos estaban al borde de borrar sus huellas digitales en el clítoris de aquella rubia cuarentona –le encantaba, descubrí, que la masturbaran, y casi que era su inmejorable modo de llegar al orgasmo-, comprendí definitivamente, en sus suspiros, que ella había vivido unos instantes de gloria en algún recóndito cuarto de la historia. La suya.
Una hora de reloj –lo digo porque por momentos observaba los numeritos, de aburrido nomás-, me lo pasé mordisqueando sus pezones y frotándole la hendidura. Ella me masturbaba a mí, cuando se acordaba, entre resuello y resuello. Tuve que esperar que su satisfecho ímpetu se tomase un receso, con un leve sueñito de treinta minutos, en los que me entretuve toqueteándola para despertarla con el deseo volver a la carga. Y se despertó, y de vuelta a cogerme la mano para que la masturbara, y sutilmente dije basta. Con la actitud. Así que no sé si por complacerme, al fin me dejo hurgar en sus profundidades con la herramienta al uso. Aunque duró poco. Poco porque inmediatamente se puso de lado y me dijo que otra cosa le gustaba tanto como masturbarse: el sexo oral. Y lo hacía bastante bien, con variaciones de profesional. Que según me advirtió no eran oficios de puta, “que yo no se la chupo a cualquiera, ¿me entiendes?, me espetó sujetando mi sorprendido artilugio a modo de micrófono, “solo a los que me gustan mucho”. Ajá, pensé, pero sigue, sigue, por favor. Y siguió, con que no me derramase en su boca, que si acaso en sus pechos o en la cara, si me apetecía. Como me calentaba y me enfriaba no conseguía tener el ánimo firme de forma permanente –como hacen los protagonistas de las pelis porno-, y se quejó: “Tardas mucho”. Entonces, cuarenta y tres minutos después, entre un escarceo y otro, conseguí que abriese bien sus largas piernas, y afirmándolas con los brazos, como si estuviese acuclillada pero boca arriba, me impuse en toda la extensión, sin que sobrase o faltase nada. Hasta el fondo. Cuando acabe la faena estaba exhausto, y apenas escuche su voz preocupada: “Tienes puesto un condón, ¿no?”. Me aparté y le enseñe la evidencia. Suspiró y me dijo que le había encantado. Después de tanto trajín, la verdad, no me importaba demasiado si era o no sincera.
Mientras desayunábamos, cerca del mediodía, me contó detalles de su vida que confirmaron mi apreciación inicial: había estado del otro lado. Me habló de sus andanzas en el periodismo televisivo. De las envidias, recelos, traiciones y bajezas de los más miserables colores. De su ascenso y descenso de aquellas luminarias. De la cocaína. Sus enormes ojos azules se humedecían al rememorar aquellos súbitos paraísos, con sus respectivos infiernos. Su mirada estaba adornada por arrugas que provenían más de la noche, el alcohol y la coca que de su edad. Ya no me drogo, me confesó tratando de convencerme y apretó mi mano entre las suyas para hacer más convincente su palabra. Igual no le creí demasiado, aunque me gustaba la intención. Noches después la rudeza de su trato y la contracción de la mandíbula rubricaron lo que era evidente: seguía enganchada. No la juzgué, cada cual hace lo que puede. Pero decidí no volver a frecuentarla. Yo era el tipo menos indicado para dar apoyo a nadie, ni para estar a expensas de cambios bruscos de un temperamento de por sí contundente. Como el de la mayoría de mujeres de cuarenta acostumbradas a vivir solas. Además la gimnasia manual a la que me convidaba a jugar no me resultaba del todo placentera.
Tenía un cuerpo, que así, desnuda, deambulando por la estancia, despertaría los bríos de un macho en celo, o no, de cualquier especie. Estatura y formas de modelo. Una silueta que resistía el paso del tiempo más que con dignidad, con verdadera soberbia. En su momento habría sido una tremenda muchacha, un preciado objeto del deseo, baba de empresarios y competencia brutal de sus congéneres. “Pata negra”, me comentó un amigo común, “era pata negra”, refiriéndose al jamón de excelencia. Ahora estaba en los comienzos de su decadencia.
Siempre he visto cerca del Portal a mujeres así, pero jóvenes. Siempre me imaginaba como sería estar una noche con una fémina de aquellas. Qué atributos debería ostentar para seducirlas. “Dinero, mucho dinero…poder”, me dijo lacónicamente, Tito, “si a una mujer común le tienes que ofrecer seguridad, imagínese a una de éstas niñas, van a por todas…y eso es algo muy, pero que muy impensable para usted o para mí, y viejos”, se rió, mostrándome su escasa provisión dentaria. También solían pasar por allí muchas “wendys” con el profundo convencimiento de un retorno. Aunque “mi” Wendy no tenía retorno. Y no es que no fuese, aún, bonita, e inteligente en sus ratos de lucidez plena. Su destino era evidente. Como el de Tito. Como el mío. Como el de millones. Vivir de la ilusión generada por ese paisaje luminoso, esa jungla de placer a voces que se hallaba más allá de nuestros pasos y nuestras conciencias.
No hace tanto me crucé con Wendy en una esquina próxima a la plaza de Lavapiés. Yo caminaba decidido hacia la boca de metro y ella hablaba de un modo desenfrenado con unos morenos africanos –creo-. Tenía la espalda curvada como un animal de pelea. Como un boxeador. Dura. Me miró de reojo pero sin reconocerme, estaba ensimismada en su discurso. Muy dura, me pareció. Antes de bajar las escalinatas giré la cabeza para ver si me miraba. Seguía en lo suyo, gesticulando con los brazos desplegados y sacudiendo la cabeza como si quisiese sacarse un inexistente mechón de pelos de su frente.
Me equivoqué con ella en una cosa. Su destino. La foto de Wendy salió en un periódico. Una foto de su época más brillante. De cuerpo entero, sonriente, en un set de televisión de no sé qué programa de no mucho rating. Pero de una cadena importante, eso sí. Se la veía bellísima. Tal como aquellas inalcanzables de las muchedumbres del Portal.
Aunque morir atropellada por un taxi en el Paseo de Recoletos no tenía mérito alguno, había conseguido relanzar su calidad de ángel efímero. Ahora más efímero que nunca. Postrer medalla a una vida que no dejaba tras de sí ni herencias, ni descendencias. Apenas un recuerdo en la página policial de un diario, ni tan siquiera en el área de espectáculos, no, en la zona ruin. Aunque siempre quedaría una mención, escueta, en ciertos rincones de la red global. Y por supuesto en mi memoria. Que no es gran cosa.
No es gran cosa, claro.

jueves, 7 de febrero de 2013

La Gran Vía de la 9 de Julio



Frío recorre el aire la Gran Vía, escurriéndose entre los jeans ultra ajustados de las prostitutas perennes de los portales. A veces se escucha un silbo con el que llaman las morenas a sus posibles clientes, o un chistido, que se congela en el aire a pesar de la caliente sugerencia.
Había regresado días atrás de una calurosa 9 de Julio en la que el edificio de Obras Públicas domina el horizonte con una imponente Evita diseñada al estilo Che cubano, y duplicada. La referencia a una legendaria revolución es más que evidente. Y cosmética. La gran avenida porteña, que caminé entre sorprendido y ausente, sin las prisas y ansiedades antiguas, las de antes.
Antes, les aseguro, de imaginarme como sería Madrid en invierno. Mucho antes aún de tener la más mínima intención de abandonar, como lo hice, sin remordimientos, a Buenos Aires. Mucho antes, incluso, de tener tan siquiera una sintética información del recorrido de esta arteria española y cuán fría podría ser en febrero. Más todavía cuando se vaga como una mezcla de cowboy de medianoche y solos en la madrugada, esto es, una conjunción de Pepe Sacristán y Dustin Hoffman –no Jon Voight-,  como aquellos personajes pero más viejo que ambos en aquella época.
Las palabras (cada vez más antiguas) de Tito resonaban todavía en mis oídos: “Usted podría llegar a ser un ángel efímero. Es cuestión de proponérselo. Y aún a pesar suyo”. Me volví a decir para mis adentros que no. Y exterioricé mi negación con la cabeza y los labios fruncidos. No. Aunque sabía por los comentarios de mi amigo que no había límite de edad para ostentar ese “premio consuelo” a una vida plagada de erróneas decisiones, y fallidos pasos de ciego desesperado que acaba cayendo del andén. A veces con la buena fortuna, algo es algo, de tener el convoy demasiado lejos para ser arrollado. Otras rescatados por una mano providencial  de en medio de las vías. Pero la caída y el golpe es inevitable.
A estas alturas, las del tiempo en los gemelos de las rodillas y las marcas dibujadas de un modo histérico en el rostro, como si fuesen rayones profundos propinados por un gato, que nos desfigura al punto de no poder reconocernos en los reflejos de los escaparates. Suelo imaginar que soy un vampiro que acompaña a un pobre viejo. El se ve pero yo no. Por las mañanas lo mismo. En el espejo está solo él.
Llegué hasta Alcalá con las solapas del abrigo empujadas a la fuerza hasta las orejas y el cuello contraído. Igual la brisa gélida se entremetía con una obstinada ambición de hacer daño. Luego fui por la Castellana y al fin doblé por Almirante. Julio, el portero del Toni 2 me vio venir y levantó un brazo para saludarme, le devolví el saludo y seguí de largo. No necesitaba girar la cabeza para saber que me observaba, seguramente sorprendido que no haya entrado a mangar un trago como de tanto en tanto lo hacía invitado por mi amigo César, el propietario del ya mítico piano bar, tan delgado como noble. César.
Sin embargo mi último euro con cincuenta pensaba obsequiárselo a Mozzico, a cambio de una porción de pizza recalentada. Por ese dinero, al cambio, me comía dos porciones de muzzarella en la Continental de la avenida Entre Ríos; recién hechas, con el queso correando por los costados. Pero ya no estaba en Buenos Aires. Estaba en Chueca. Y las pizzas de Madrid son las de Madrid. Hechas por tanos, gallegos o argentinos, tanto da. Todas parecidas: copiosamente adobadas con las más variadas especias, pedazos de fiambres y quesos, y de masa angustiosamente imperceptible, tanto como la muzzarella. Eso sí, mucho tomate. Hay de media masa, claro. Pero mejor no comparar. Las del Mozzico ni una cosa ni la otra. Aunque las prefiero a los pedazos de mazacote que venden unos italianos por Malasaña. Una creo se llama “El Siciliano”. Nada. Creo que en Sicilia le hubiesen pegado unos cuantos balazos por deshonrar su “patria” y desacreditar sus pizzas. Pero ahí están y a ¡dos con cincuenta la porción!  Inútilmente rememoro el sabor de aquellas de Guerrin, La Continental, Los Inmortales ¿para qué? La nostalgia me mordía un tobillo como el perro del relato del querido Osvaldo Soriano en “Una sombra ya pronto serás”, que comencé a leer en el aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv. Justo cuando venía para aquí, para España, a Madrid, a Chueca…
Ya entonces tuve esa sensación: “Ya está, ahora sí soy un croto”. Y la volví a sentir mientras tragaba aquel pedazo de masa re cocinada, en una acera del invierno, de madrugada, en la zona más desangelada de la década, con el aliento lanzando pálidos eseoeses, los bolsillos en coma y las rodillas temblando más de impotencia que de frío.
Igual recobré el optimismo al observar que aún me quedaban cuatro cigarrillos. Hay que racionarlos, pensé. Si por lo menos Tito estuviese donde solía estar, podríamos compartir ese rancio vino de caja que si no se goza al menos siembra altos muros en la memoria y acaba tumbándonos en la inconsciencia absoluta. Antes, claro, parlotearíamos un buen rato y les sacaríamos el pellejo a todos aquellos personajes que se apelotonan junto al “portal”. Tomaríamos buena nota de los sucesos y hasta nos reiríamos de la estúpida arrogancia de los primerizos, los recién llegados. Algunos de los puntos más remotos del planeta. Veríamos con cierto regocijo aquellas películas humanas e inhumanas, rodadas con los recursos miserables de las almas más peligrosas, o ingenuas, que suelen ser todavía más peligrosas. Todos dispuestos a todo con tal de cruzar al otro lado. Por dejar éste. Este en el que un tipo cualquiera, como yo, por ejemplo, tiene el indeseable destino de tomar su última cena en un Mozzico, a euro cincuenta la porción, y cuatro finales cigarrillos que verán retardada su ejecución a la espera de un golpe de suerte que lo convierta, al menos, en un ángel efímero.
Ahora sí lo deseaba. Tenías razón Tito.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Colby



Solía ir al Colby a hojear en internet mis correos. Pero luego me acostumbré a pasar horas allí, entre sus paredes coloradas, en la mesita junto al escaparate para observar a las mujeres circunstanciales de la calle Fuencarral en busca de inspiración. Que siempre es un consuelo a falta de otro tipo de alicientes. Eso cuando hay. Cuando hay inspiración. Mujeres no faltan. Además tiene una ventaja interesante aquel reducto. Tiene enchufes  bajo las mesas, asunto vital para mi portátil cuya batería lleva muerta casi el mismo tiempo, días más menos, que el de la adquisición, que realicé creyéndome la etiqueta que traía pegada debajo del teclado: “duración de batería 8 hs.” ¡Guau, me dije entonces, es lo que necesito! La etiqueta todavía está ahí, intacta. Ahora solo aguanta tres minutos a lo sumo, que se los gasta anunciando con cartelitos: “Conecte su portátil a una fuente, queda 2% de energía…3 minutos…”. Aunque  se desmaya mucho antes.  Justo en el instante en el que alcanzo a leer: “tiene seis mensajes nuevos….”.  Ni siquiera me diste los tres minutos, le grito inútilmente. Y me deja la angustia de saber que tenía ¡seis mensajes! ¿Y si era una oferta de empleo urgente? ¿O un editor conminándome a vernos en tal o cual lugar, interesadísimo en mi obra, y que está de paso por la ciudad, y que si no, no nos veremos hasta dentro de un par de meses cuando regrese...? ¿Porqué, no? ¿Eh?
Bueno, es parte de mi bagaje creativo. Fantasear, digo. Y también mi ruina, pienso. A veces. ¿Mujeres? No, mensajes de ellas no. Prefieren “decírmelo” por teléfono, en especial cuando las llamo yo. Ahí se desahogan a mi cuenta. Lo prefieren así, me dicen. Que es más directo. Más espontáneo. Se quedan satisfechas. Al menos en eso.
Decía que me apoltroné de tal modo en aquel sitio que pasé de “hojear” internet a escribir, estilográfica en mano, como siempre lo hago –siempre que tenga suficientes cartuchos Parker-, en mi cuaderno de bitácora itinerante. Y lo estaba haciendo, escribir, a propósito de una reyerta que presencié cerca del portal, una tarde antes, cuando decidí realizarle una visita a mi amigo Tito, al que me extraño no encontrar, aunque en su lugar había otro “inquilino” ocupando el puesto de mendicidad. Un pordiosero más joven que Tito, y más alcoholizado. O loco. Le pregunté por mi amigo pero no supo contestarme, o no entendía mi idioma. Iba a insistirle con la descripción del otro mendigo pero el griterío y las corridas me distrajeron. Lo que más me aterró en un momento fueron las huellas ensangrentadas de un hombre que herido como se veía trataba de abrirse paso entre la multitud para acercarse lo más posible al portal. Tenía esas imágenes en la cabeza cuando otra se me  incrustó con sonidos de una actualidad urgente y peligrosa. Ahí mismo, en el Colby, estaba a punto de generarse una grande. Una pareja de gitanos contra el camarero. Más exactamente entre el gitano, y todo lo que le hiciese frente. El corpulento muchacho, tirando a gordo, lucía una camiseta algo más pequeña que el talle correspondiente, lo que resaltaba sus músculos y su abdomen. La gitana también, aunque lo que resaltaba especialmente era su culo, a la sazón, motivo según su novio, de su ira. Su ira contra el camarero que no había sabido disimular su interés por tan reluciente abundancia. En verdad, muy bien distribuida. Dos globos apretujados y sostenidos por la estrecha columna que remataba con excelentes líneas su cintura. Dibujo de una plasticidad subyugante. Entiendo al pobre camarero. Quizá con unos años más de oficio llegue a evitar ese indisimulable gesto de deseo feroz que evidenció para furia del celoso amigo de la “racita calé”.  Ella trató de sofocar los ánimos desencajados de su prometido, y en parte lo consiguió, mientras el mozo, oculto, tras un biombo, al fondo del local, dudaba si hacerle o no caso a su hombría ante los insultos y desafíos que le propinaba el otro. Muchos clientes optaron por pagar y marcharse antes que comenzasen a volar todo tipo de elementos que el gitano buscaba afanosamente para arrojarle al atrevido. Yo dejé mis cosas en el rinconcito aquel que tenía dispuesto como si fuese mi oficina. Las creía a salvo. Y salí a la puerta del local para fumar tranquilo y seguir desde allí el desarrollo de los acontecimientos. Además pensé, y de forma acertada, que cuando por fin se marchasen los gitanos podría tener una visión más amplia y menos arriesgada de aquella mujer. Que lucía una cabellera oscura y revuelta que le llegaba a las comisuras mismas del ojete. Un tipo que salía susurró “si no quiere que se la miren que le ponga un burka, coño”. Le iba a decir que mejor no diese ideas, pero me contuve.
Luego, cuando llegó la calma, esto es cuando se fueron definitivamente, ella colgada del brazo del muchacho que seguía mascullando insultos y revoleando el brazo libre, y el camarero salió del escondrijo con cierta precaución, decidí volver a lo mío. Pensé en Tito, nuevamente, en qué sería de su vida, si es que aún vivía. Si habría logrado ir a México, con su hija. El tenía muchos amigos como yo. Que se habían hecho amigos del mismo modo, contándose mutuamente sus miserias. Más que ninguna otra cosa. Siempre seducen las historias con picos y profundidades. Así, de forma pareja. Exitos y fracasos, todo en un mismo frasco. En el orden que se quiera. Con final feliz o dramático. A mí en particular me sorprendieron los apelativos de toda aquella fauna descrita por el ex futbolista. Aunque también he pensado muchas veces que cantidad de ellos se los iba inventando en medio del relato. Depende de la atención que se le dispensara. Los “macizos”, los “reptantes”, los “reincidentes”…
A mí me llegó a decir  que yo podría llegar a ser, algún día, un ángel efímero. Que era cuestión de que me lo propusiese. O no. Que tal vez me sucedería igual. Y yo meneaba la cabeza negativamente, que no me interesa, le dije. Que todo eso me sonaba un tanto absurdo.
-No; no es absurdo. Con el tiempo lo va a entender mejor. Y si le pasa, si un día descubre que sin darse cuenta ha sido un ángel efímero, no se deprima. Todos esos que están ahí –me señaló la multitud-, esperan al menos esa oportunidad. Sus vidas tienen un vacío que usted no imagina. No les falta un techo, ni les falta comida, fíjese, mírelos bien, observe sus ropas, hasta sus modales ¿parecen pobres? Es otra cosa. Usted cree que es una desgracia ser un ángel efímero, pero es más de lo que muchos quisieran. Así como me ve, yo siento que no he vivido en vano.
-Para usted, Tito, es una distinción, eso me quiere decir.
-Bueno, si es como usted lo define, sí.
No sé, le respondí escéptico, pero me quedé con ganas de entender en qué radicaba su satisfacción, viéndolo así, sumido en la carencia y la soledad más espantosa.
Tito, si está por ahí, ya lo iré a visitar (este mensaje es para alguno que lo conozca y tenga internet, Tito es el viejo ex futbolista, el único ángel efímero que he conocido hasta ahora, y yo, pues, un amigo de Tito).



martes, 5 de febrero de 2013

Los Tigres del Norte



Me estaba comiendo una abundante tapa en Los Tigres del Norte, ahí por la calle Hortaleza.  Bah, le llaman tapa pero en realidad era un platazo de paella con varias, éstas sí, tapas de las clásicas, una con queso, otra con rodaja de chorizo y otras no sé muy bien de qué, y todo remojado con una caña en vaso tubo. Y a sólo dos con cincuenta euros. Especial para pobres como yo. Y no tan pobres en este parque de diversiones en penumbras. Festín para mis tripas y sosiego para mis neuronas necesitadas de un toque de ausencia en el embarcadero de las almas en pena. Allí entre la bruma corrupta de los noticieros y la pérfida brisa de las palabras huecas y los titulares con vendajes de momias. El cerebro por la nariz y a esperar el juicio eterno. En estas cavilaciones me encontraba cuando Fran pasó junto a mi mesa (que no somos amigos, apenas cruzamos unos saludos de tanto en tanto), y me susurró, inclinándose para hacerlo más cómplice, un ¡ey, que todos somos ángeles efímeros! Había leído algo, cosa que me sorprendió bastante, sinceramente. No esperaba ningún comentario de ese hombre, pero mira por dónde, ahí estaba.  “Claro”, les respondí, y aprovechó quizá mi cara de sorpresa para apartar una silla y sentarse enfrente mío. Sin invitación, aunque le dije igual siéntate si quieres, aunque ya se había sentado y me miraba fijamente como si me fuese a revelar un secreto. O un descubrimiento importante.
-Lo del muro te refieres a la otra vida, ¿no? Al cielo o algo así…-, me lanzó junto con su dedo índice apuntándome a la frente.
-No-, le dije escueto.
-¿Ah, no? Cómo…a ver, explícame entonces eso de cruzar “al otro lado”, es que pa`mí la única opción de hacerlo es estando muerto, ya sabes, no hay otra forma…
Lo noté incomodo, contrariado, pero yo no tenía ganas de darle ningún alivio.
-Hablo de otras cosas-, le contesté.
-¡De la fama! ¡Eso es!-, exclamó por fin, desahogándose de una duda, o como para llevarse al menos el segundo premio. Y sonrió satisfecho.
Pero le clavé otra estocada.
-Pues no, es que no se trata precisamente de un asunto tan concreto. Sí, es un poco ambiguo, tal vez, pero es lo que es…aunque si tú lo entiendes por ese lado está bien. Ese es un poco el fin del arte, la interpretación libre, aunque la piedra angular sea mi propia inquietud ¿me entiendes?, si no me sorprende a mí, me aburre. Hay un punto en el que verdaderamente somos tomados por sorpresa, y la historia tiene su propia vida…y te da placer escribir y recorrer esos laberintos imprevisibles, hasta sentimos un poco de angustia por el desenlace, temores, ansiedad…hay que padecer el relato…quizá parezca presuntuoso…no sé, ¿entiendes?
Se quedó mirándome unos segundos, y no supe si iba a carcajearse o darme una trompada. Pero se puso de pie, frunció la boca desconcertado y con un hilito de voz dijo “bueno”, ya para marcharse. Igual traté de no ser descortés y agregué, inútilmente:
-La verdad es que no suelo “explicar” lo que escribo, además, a veces, no sé, honestamente, lo que escribo. Sí, sé, sé el comienzo y más o menos  lo voy llevando, y después…
-Ajá-, dijo sin más interés ni en mi relato, ni en mi explicación, ni en mí. –Bueno, nos vemos-, me saludó finalmente.
Y me alegré de que se fuese, mi cerveza se había calentado con esa visita inesperada, y deseaba volver a mis cavilaciones. Por lo menos allí, en el limbo, nadie me cuestionaba nada. Aunque tampoco pude volver a ellas. Otras “ellas” reclamaban mi atención, una “ella” en especial. Una brasileña –deduje por su acento- que hablaba con su amiga y me miraba de reojo. Le sonreí y me devolvió una sonrisa mucho más amplia y blanca.
Esa noche viajé a Rio de Janeiro a bordo de una piel morena, y subí a dos Pan de Azúcar; me deslicé por un pequeño Mato Grosso y al fin encontré un mínimo Amazonas. El cielo grisáceo de sus ojos tuvo gaviotas y el aire tibio de su aliento me trajo el ritmo de una bossa en pleno Copacabana. Y fui un ángel, un ángel muerto y uno revivido. Un efímero ángel de una ciudad llena de ángeles efímeros. Tan viejo como mi viejo amigo, el ex futbolista. Y tan pobre como él. Aunque a diferencia de aquel hombre, por una noche, al menos por una, no me había sentido tan solo. Y hasta imaginé que había sido amado de verdad.
 A la mañana siguiente todo Brasil roncaba y me marché sin hacer ruido, le di un beso en la única mejilla libre, pero ni se enteró. No dejé notitas, ni ninguna cursilería al uso. Sólo me adentré en la calle, ésa, que ya buscaba presurosa, enloquecida, la multitud que se apretujaba frente al portal aquel. ¿Quién no quisiera cruzar al otro lado?, le dijo una mujer de piel muy blanca y cabellera negra con reflejos ocres a su eventual acompañante, un tipo alto con gafas de sol y un portafolios como el de un vendedor de seguros, que asintió con la cabeza.
Pasé por enfrente de “Los Tigres del Norte” y sentí una estúpida melancolía del día anterior. Hubiese soportado a Fran una vez más con el afán de comenzar de nuevo la tarde que trajo la noche y las costas cariocas. Pero aquello ya era definitivamente el pasado. En este, mi lado, era también un ángel, más que efímero, desesperado, pero un ángel que de vez en cuando , muy de vez en cuando, encontraba su instante de eternidad.


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