jueves, 13 de febrero de 2014

El garito de la calle Almirante

Ya hacía tiempo que no había vuelto a ver al viejo. Tampoco rondaba cerca del muro. Resignado a mi precaria cotidianeidad, tan solo iba y venía de tres o cuatro sitios, y de ahí a mi habitación. Me había armado un circuito de modo inconsciente y lo recorría de forma automática, día tras día. Y aún de noche. Rompía la monotonía algún rostro en el cual se despertaba, al verme, otro rostro que me convidaba a conversar de mundos en los cuales debí de haber aterrizado en ciertas épocas, de las que trato de recordar lo mínimo. Se me figuran fantasmas. Aunque cordiales, los recibo como apariciones. Espectros que vienen a mi encuentro sin solicitarlos. Y me interrogan acerca de un presente, el mío, del que ni yo mismo sé por dónde ocurre. Los despido amablemente como corresponde, pero siempre me queda un sabor agridulce de visita no deseada. Hace un par de noches me encontré con María Esperanza –un nombre poco apropiado para esta dama-, y acabamos primero en un bar de mala muerte bebiendo unos vinos poco recomendables de origen impensable, y luego en una cama, la suya. Los revolcones tenían el énfasis de la desesperación, y entre uno y otro hacíamos un paréntesis. En realidad los hacía ella, para contarme casi entre lágrimas sus desventuras amorosas. Me bajaba los ánimos, pero los recuperaba inmediatamente gracias a sus curiosas manos, y su boca. Instantes en los que no despotricaba contra un tal Javier que la traía de cabeza a la pobre. El fulano, parece, era un vivillo de tres al cuarto, pero en la cama o de pie le arrancaba a aquella mujer unos viajes imponentes al paraíso. Eso decía. A mí no me molestaba que lo comentase en medio de nuestro ajetreo, en tanto no interrumpiese, al menos, el final. Si lo extrañaba era problema suyo. “A ustedes, los hombres, les da igual todo”, me recriminó en un momento, “con tal de meterla”. No le hice caso sabiendo que aquello acabaría pronto y cada cual a su casa. Bueno, ella ya estaba en la suya. Cuando me marché, de madrugada, manoteé una manzana, la única que reposaba lánguida en un cuenco de la mesa del comedor. Ni la lavé para no hacer ruido con el grifo del fregadero. La limpié con la parte de la camisa que sobresalía del pantalón y me fui cerrando la puerta con una cautela propia de un delincuente. Al mediodía desperté con resaca; miré a mí alrededor y sentí alivio de no encontrar a nadie. Esa tarde decidí ir al encuentro del viejo.
Aunque di vueltas por varios bares por los que solía deambular aquel hombre, no lo hallé. Vi su carrito en el lugar de siempre, y los trastos y cartones que le servían de apeadero, así que pensé que aún vivía. Y eso me alegró. A menos que alguien le hubiera usurpado todo tras su muerte. Eso también era posible. Y ensombreció mi primer razonamiento. Nadie por allí era fijo, de modo que no tenía a quién preguntarle nada. Ni tan siquiera los camareros de los bares. Ni sus propietarios. De un mes a otro la geografía humana variaba vertiginosamente. Así que la fauna me era completamente extraña. Lo que no cambiaba era la multitud. Siempre era una multitud. Como un cuerpo único y crepitante. Y el portal. El portal. Las escenas cambiaban de actores pero se parecían mucho unas con otras: las ambulancias, los forcejeos, los personajes a cual más ordinario. Aún vestidos de gala. Caminé un rato por sus orillas tratando de detectar al viejo. El solía internarse entre la muchedumbre para rascar algo con que comer. O arrebatar una cosa al descuido. ¿Y si se fue al otro lado? Pensé. No, eso era imposible. Ese no vuelve más, me dije. Pero ¿y si? Por qué no. Que tendría de raro. La edad no tenía nada que ver. Ni su indigencia. Podía haber sucedido que alguien lo reconociese, o lo hubiese rescatado. Su hija, tal vez. Imaginé varias posibilidades pero no había modo de acertar con una hipótesis creíble. Traté de no desanimarme y me alejé del tumulto encendiendo mi último cigarrillo. “Mañana me daré otra vuelta”, pensé, “seguro que lo encuentro, este tipo tiene sus manías…pero no me parece de los que se mueren sin más, da la apariencia de cosa frágil pero éste es de lo que acaban enterrando a todo su entorno”.
Para cerrar mi periplo, me dirigí a casa recorriendo unas invernales calles empedradas. Esas que en penumbras sugieren una actividad frenética con olor a cerveza y humos de porros de un próximo verano. Solo para encontrarle un sentimiento optimista en medio de la desolación. Sin darme cuenta varié la caminata y di con un bar en medio de la nada. Uno que hasta entonces ni sabía que existía en aquella zona. Varios personajes cajetillas fumaban en su acera, delante de un portero gigantón que los observaba con gesto despectivo, enfundado en un abrigo propio del polo que abultaba aún más su imponente figura. Me acerqué para husmear de qué iba la cosa y el tipo me miró de arriba abajo con unas pupilas escrutadoras que brillaban fríamente desde la cima de su estatura. No dijo nada y para mi sorpresa abrió la puerta invitándome a pasar. Y accedí. Total. Bajé unas escalinatas envuelto en una música que llegaba desde el fondo: un piano y unas voces desafinadas que se encimaban unas contra otras formando un bloque desagradable. En la extensa barra de aquel garito se apiñaban hombres y mujeres vestidos como si hubiesen salido de una boda. O un funeral. Por eso no me pareció raro que me mirasen como a un sapo de otro pozo. Lo era. El barman me fichó solicito y me preguntó qué bebería. Allí no había absolutamente nadie sin una copa en la mano. Me excusé diciéndole que lo estaba pensando y el hombre aceptó la respuesta, y por suerte unas muchachas reclamaron su atención a voces, lo que me dio unos segundos para escurrirme buscando el origen del ruido. Ante la pregunta de unos camareros que acechaban en la orilla del apretado gentío que rodeaba el piano –también utilizado por la parroquia a modo de gran encimera-, les respondí igual. Estaba pensándomelo. “Qué buen sitio para un carterista”, me dije, “todos en un estado de euforia, distraídos por los cantantes improvisados, atentos al roce libidinoso, histérico, de unas muchachas, o muchachos;  y casi, o en completo estado de ebriedad, la mayoría. Esto sería el paraíso de más de uno que conozco”. Lástima que yo no tenía esas habilidades. Ni eso. Aquel lugar me recordó las cercanías del portal. Parecía una síntesis, una miniatura de aquel inconmensurable descontrol. Solo que en vez de un piano, el centro de atención era otro. Esto era como una metáfora del gran hormiguero. En muy pequeña escala. Infinitamente menor. Antes que me volviesen a preguntar que bebería –no tenía ni una mísera moneda encima-, decidí ahuecar el ala.

Unas calles más abajo me di cuenta que no había visto el nombre del garito, aunque no sé por qué supuse que no sería la última vez que entraría a ese sitio. Después de todo quedaba de paso entre la locura y la soledad. Y viceversa.

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