Ya hacía tiempo que no había
vuelto a ver al viejo. Tampoco rondaba cerca del muro. Resignado a mi precaria
cotidianeidad, tan solo iba y venía de tres o cuatro sitios, y de ahí a mi
habitación. Me había armado un circuito de modo inconsciente y lo recorría de
forma automática, día tras día. Y aún de noche. Rompía la monotonía algún
rostro en el cual se despertaba, al verme, otro rostro que me convidaba a
conversar de mundos en los cuales debí de haber aterrizado en ciertas épocas,
de las que trato de recordar lo mínimo. Se me figuran fantasmas. Aunque
cordiales, los recibo como apariciones. Espectros que vienen a mi encuentro sin
solicitarlos. Y me interrogan acerca de un presente, el mío, del que ni yo
mismo sé por dónde ocurre. Los despido amablemente como corresponde, pero
siempre me queda un sabor agridulce de visita no deseada. Hace un par de noches
me encontré con María Esperanza –un nombre poco apropiado para esta dama-, y
acabamos primero en un bar de mala muerte bebiendo unos vinos poco
recomendables de origen impensable, y luego en una cama, la suya. Los
revolcones tenían el énfasis de la desesperación, y entre uno y otro hacíamos
un paréntesis. En realidad los hacía ella, para contarme casi entre lágrimas
sus desventuras amorosas. Me bajaba los ánimos, pero los recuperaba
inmediatamente gracias a sus curiosas manos, y su boca. Instantes en los que no
despotricaba contra un tal Javier que la traía de cabeza a la pobre. El fulano,
parece, era un vivillo de tres al cuarto, pero en la cama o de pie le arrancaba
a aquella mujer unos viajes imponentes al paraíso. Eso decía. A mí no me
molestaba que lo comentase en medio de nuestro ajetreo, en tanto no
interrumpiese, al menos, el final. Si lo extrañaba era problema suyo. “A ustedes,
los hombres, les da igual todo”, me recriminó en un momento, “con tal de
meterla”. No le hice caso sabiendo que aquello acabaría pronto y cada cual a su
casa. Bueno, ella ya estaba en la suya. Cuando me marché, de madrugada, manoteé
una manzana, la única que reposaba lánguida en un cuenco de la mesa del
comedor. Ni la lavé para no hacer ruido con el grifo del fregadero. La limpié
con la parte de la camisa que sobresalía del pantalón y me fui cerrando la
puerta con una cautela propia de un delincuente. Al mediodía desperté con
resaca; miré a mí alrededor y sentí alivio de no encontrar a nadie. Esa tarde
decidí ir al encuentro del viejo.
Aunque di vueltas por varios
bares por los que solía deambular aquel hombre, no lo hallé. Vi su carrito en
el lugar de siempre, y los trastos y cartones que le servían de apeadero, así
que pensé que aún vivía. Y eso me alegró. A menos que alguien le hubiera
usurpado todo tras su muerte. Eso también era posible. Y ensombreció mi primer
razonamiento. Nadie por allí era fijo, de modo que no tenía a quién preguntarle
nada. Ni tan siquiera los camareros de los bares. Ni sus propietarios. De un
mes a otro la geografía humana variaba vertiginosamente. Así que la fauna me
era completamente extraña. Lo que no cambiaba era la multitud. Siempre era una
multitud. Como un cuerpo único y crepitante. Y el portal. El portal. Las
escenas cambiaban de actores pero se parecían mucho unas con otras: las
ambulancias, los forcejeos, los personajes a cual más ordinario. Aún vestidos
de gala. Caminé un rato por sus orillas tratando de detectar al viejo. El solía
internarse entre la muchedumbre para rascar algo con que comer. O arrebatar una
cosa al descuido. ¿Y si se fue al otro lado? Pensé. No, eso era imposible. Ese
no vuelve más, me dije. Pero ¿y si? Por qué no. Que tendría de raro. La edad no
tenía nada que ver. Ni su indigencia. Podía haber sucedido que alguien lo
reconociese, o lo hubiese rescatado. Su hija, tal vez. Imaginé varias
posibilidades pero no había modo de acertar con una hipótesis creíble. Traté de
no desanimarme y me alejé del tumulto encendiendo mi último cigarrillo. “Mañana
me daré otra vuelta”, pensé, “seguro que lo encuentro, este tipo tiene sus
manías…pero no me parece de los que se mueren sin más, da la apariencia de cosa
frágil pero éste es de lo que acaban enterrando a todo su entorno”.
Para cerrar mi periplo, me dirigí
a casa recorriendo unas invernales calles empedradas. Esas que en penumbras
sugieren una actividad frenética con olor a cerveza y humos de porros de un próximo
verano. Solo para encontrarle un sentimiento optimista en medio de la
desolación. Sin darme cuenta varié la caminata y di con un bar en medio de la
nada. Uno que hasta entonces ni sabía que existía en aquella zona. Varios
personajes cajetillas fumaban en su acera, delante de un portero gigantón que
los observaba con gesto despectivo, enfundado en un abrigo propio del polo que
abultaba aún más su imponente figura. Me acerqué para husmear de qué iba la
cosa y el tipo me miró de arriba abajo con unas pupilas escrutadoras que
brillaban fríamente desde la cima de su estatura. No dijo nada y para mi
sorpresa abrió la puerta invitándome a pasar. Y accedí. Total. Bajé unas
escalinatas envuelto en una música que llegaba desde el fondo: un piano y unas
voces desafinadas que se encimaban unas contra otras formando un bloque
desagradable. En la extensa barra de aquel garito se apiñaban hombres y mujeres
vestidos como si hubiesen salido de una boda. O un funeral. Por eso no me
pareció raro que me mirasen como a un sapo de otro pozo. Lo era. El barman me
fichó solicito y me preguntó qué bebería. Allí no había absolutamente nadie sin
una copa en la mano. Me excusé diciéndole que lo estaba pensando y el hombre
aceptó la respuesta, y por suerte unas muchachas reclamaron su atención a
voces, lo que me dio unos segundos para escurrirme buscando el origen del
ruido. Ante la pregunta de unos camareros que acechaban en la orilla del
apretado gentío que rodeaba el piano –también utilizado por la parroquia a modo
de gran encimera-, les respondí igual. Estaba pensándomelo. “Qué buen sitio
para un carterista”, me dije, “todos en un estado de euforia, distraídos por
los cantantes improvisados, atentos al roce libidinoso, histérico, de unas
muchachas, o muchachos; y casi, o en
completo estado de ebriedad, la mayoría. Esto sería el paraíso de más de uno que
conozco”. Lástima que yo no tenía esas habilidades. Ni eso. Aquel lugar me
recordó las cercanías del portal. Parecía una síntesis, una miniatura de aquel
inconmensurable descontrol. Solo que en vez de un piano, el centro de atención
era otro. Esto era como una metáfora del gran hormiguero. En muy pequeña escala.
Infinitamente menor. Antes que me volviesen a preguntar que bebería –no tenía
ni una mísera moneda encima-, decidí ahuecar el ala.
Unas calles más abajo me di
cuenta que no había visto el nombre del garito, aunque no sé por qué supuse que
no sería la última vez que entraría a ese sitio. Después de todo quedaba de
paso entre la locura y la soledad. Y viceversa.
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