jueves, 16 de octubre de 2014

EL BAR DE LOS BORRACHOS

El bar de los borrachos. Así lo llamo yo. Aunque es mucho más que eso. Es, por ejemplo, el parador o apeadero de las putas del barrio, de muchos camellos o simples adictos, y, claro, cómo no, unos cuantos policías. De paisano. También estamos los erráticos. Esto es: un día aquí otro allá. Depende de cómo venga la noche. Sitio muy apropiado para almas perdidas y ángeles efímeros.
Gente que no tiene prejuicios en beber en copas con rastros de bebedores antiguos. Total la bebida tampoco suele ser del todo genuina. Más bien adulterada o definitivamente apócrifa. De marcas blancas con tendencia a oscuras. Cosa que no lastima el paladar acostumbrado a  sabores resabiados. Y que tampoco busca ninguna sutileza. El golpe está conseguido. Punto. Lo que sí se respira en el tugurio es camaradería. Con cama o sin ella.  Un ambiente fraternal que tiende al incesto llegadas ciertas e inciertas horas.  Grescas pocas. Por no decir ninguna. Para qué. Los dependientes tienen caras de prófugos de las Antillas. O de algún lugar tercermundista. Argentina, por nombrar uno. O Perú, por nombrar otro. Todos buenos muchachos. Atentos y generosos a la hora de servir. Uno me parecía hindú. Era de Bangladesh. Un tal Zamán.  Repito, buena gente. Muy buena.
Siempre hay algún parroquiano haciendo gala de sus conocimientos. Históricos en este caso. Que le den al trago no significa que no sean verdaderos catedráticos, eh! El tipo hablaba con mucha propiedad y excelente lenguaje, solo interrumpido por algún eructo, de los piratas. Y parecía conocer al detalle vida y obra, artes y oficios, de aquellos cretinos del pasado marítimo no tan lejano.
Rara vez se discute de política actual, piratería moderna, en el antro. A todos parece traerles al pairo el último caso de corrupción de los caballeros, y caballeras, de esta España corrupta. Tercermundista. Fuera del recinto sí, claro, por supuesto. Se ve por las aceras las lágrimas por un perro, un tal excalibur. Dolidos los transeúntes por la suerte del can más que por la de miles de niños africanos. Claro, cómo no. El perro es español. Y es un perro ¡caramba! Pobrecito.
Sin embargo dentro del garito la parroquia exhibe su coherencia, eso me encanta. Entre los efluvios de pésimo alcohol (Bueh!, el alcohol quizá es de excelente calidad),  se conversa con tranquilidad, sin hipocresía. Acaso alguien se destaque por el tono de voz, o su más o menos enjundia, su temperamento, pero nadie se enzarza en discusiones estúpidas, polémicas estériles. De esas que sugieren los líderes de opinión desde la tevé a sueldo de los magnates del sistema. Esos que juegan graciosamente a la bolsa como quien va a disputar un partidito de futbol sala. Todo para entretenimiento de una patria que oscila entre fragmentarse o amontonarse en cesiones de falsas confrontaciones mientras paga el resto de la población sus copiosas cenas, sus trajes y sus putas. O putos. O gigolós. Ni hablar de su estándares de vida muy por encima de cualquier profesional. Ya no digo borrachos de mi bar. Benditos sean.
Ellos están del “otro lado”. Son como los “macizos”.
Sin embargo de éste lado la vida no da respiro.  Es azuzada por los que están al otro lado. Para que la maza se llene de piojos. Tienen que ocuparse en algo. En rascarse al menos. Como decía Ignacio Silone en “Fontamara”.  Que se apelotonen y se maten entre sí. Que salten al vacío. Esa maza compuesta de avariciosos y hambrientos. Por arrogantes y necios. Por petulantes y lisiados emocionales. Por desesperados por los más variopintos desesperos. Que se quedan sin casa en la puta calle, nada. A salvar a los banqueros y a meter preso a los ladrones de gallinas. Que no quede ni uno sin saber lo que es justicia. Joder.  ¡Joder! ¡Ay, España!
Unas decrépitas parroquianas –de esas que tomarían el té en Inglaterra, aquí unos licores-, hablaban de la limpieza de escaleras y otros menesteres por los que recibían magros estipendios, y se quejaban de esas labores mal pagas. Nada.  Me distraje un momento oyendo sus quejas. El paro. La carta de recomendación y un pedo fingido con la boca mal pintada de una de ellas. Nada. Nadie les salvará de sus pesares, pensé.  Como dijo una de esas mujeres: y lo tonto que somos. Sí, lo dijo así “lo tonto que somos”. No hizo el paripé idiota de la diferencia de sexo que a toda costa ha querido imprimir como una moneda o medalla los que se denominan a sí mismos progres, o izquierda, o plurales, o todo junto. No, la mujer dijo: “lo tonto que somos”. Nada de jueguitos semánticos. Eso les queda a los que están del “otro lado” y tiran papelitos por encima del muro. Ellos del otro lado. Y si los tiran manuscritos es para que creamos que son pobres. Canallas. Tanto o más que sus supuestos  antagónicos.  Nada. Son simples competidores en sus chiringuitos. El palabrerío no cambia las miserias de inquilinos y parados. Tanto o más canallas. Juegan con la sangre ajena. La subastan y las llenan de etiquetas muy bien diseñadas, por supuesto. Canallas.

Dentro del bar el mundo parece perfecto. El tiempo pasa sin resplandores ni oscuridades exageradas. Las máquinas tragaperras en un rincón lucen en silencio sin llamar la atención, son poco más que un adorno. El bar es lo que es, suficiente. Quizá algún chino las despierte a altas horas de la noche. Pero están peladas. Si aquí hay una moneda es pura y exclusivamente para el próximo trago. Tal vez el último. Eso es justo. Al menos para ciertos ángeles. Efímeros.

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