El bar de los borrachos. Así lo
llamo yo. Aunque es mucho más que eso. Es, por ejemplo, el parador o apeadero
de las putas del barrio, de muchos camellos o simples adictos, y, claro, cómo
no, unos cuantos policías. De paisano. También estamos los erráticos. Esto es:
un día aquí otro allá. Depende de cómo venga la noche. Sitio muy apropiado para
almas perdidas y ángeles efímeros.
Gente que no tiene prejuicios en
beber en copas con rastros de bebedores antiguos. Total la bebida tampoco suele
ser del todo genuina. Más bien adulterada o definitivamente apócrifa. De marcas
blancas con tendencia a oscuras. Cosa que no lastima el paladar acostumbrado
a sabores resabiados. Y que tampoco
busca ninguna sutileza. El golpe está conseguido. Punto. Lo que sí se respira
en el tugurio es camaradería. Con cama o sin ella. Un ambiente fraternal que tiende al incesto
llegadas ciertas e inciertas horas. Grescas
pocas. Por no decir ninguna. Para qué. Los dependientes tienen caras de
prófugos de las Antillas. O de algún lugar tercermundista. Argentina, por
nombrar uno. O Perú, por nombrar otro. Todos buenos muchachos. Atentos y
generosos a la hora de servir. Uno me parecía hindú. Era de Bangladesh. Un tal
Zamán. Repito, buena gente. Muy buena.
Siempre hay algún parroquiano
haciendo gala de sus conocimientos. Históricos en este caso. Que le den al
trago no significa que no sean verdaderos catedráticos, eh! El tipo hablaba con
mucha propiedad y excelente lenguaje, solo interrumpido por algún eructo, de
los piratas. Y parecía conocer al detalle vida y obra, artes y oficios, de
aquellos cretinos del pasado marítimo no tan lejano.
Rara vez se discute de política
actual, piratería moderna, en el antro. A todos parece traerles al pairo el
último caso de corrupción de los caballeros, y caballeras, de esta España
corrupta. Tercermundista. Fuera del recinto sí, claro, por supuesto. Se ve por
las aceras las lágrimas por un perro, un tal excalibur. Dolidos los transeúntes
por la suerte del can más que por la de miles de niños africanos. Claro, cómo
no. El perro es español. Y es un perro ¡caramba! Pobrecito.
Sin embargo dentro del garito la
parroquia exhibe su coherencia, eso me encanta. Entre los efluvios de pésimo
alcohol (Bueh!, el alcohol quizá es de excelente calidad), se conversa con tranquilidad, sin hipocresía.
Acaso alguien se destaque por el tono de voz, o su más o menos enjundia, su
temperamento, pero nadie se enzarza en discusiones estúpidas, polémicas
estériles. De esas que sugieren los líderes de opinión desde la tevé a sueldo
de los magnates del sistema. Esos que juegan graciosamente a la bolsa como
quien va a disputar un partidito de futbol sala. Todo para entretenimiento de
una patria que oscila entre fragmentarse o amontonarse en cesiones de falsas
confrontaciones mientras paga el resto de la población sus copiosas cenas, sus
trajes y sus putas. O putos. O gigolós. Ni hablar de su estándares de vida muy
por encima de cualquier profesional. Ya no digo borrachos de mi bar. Benditos
sean.
Ellos están del “otro lado”. Son
como los “macizos”.
Sin embargo de éste lado la vida
no da respiro. Es azuzada por los que
están al otro lado. Para que la maza se llene de piojos. Tienen que ocuparse en
algo. En rascarse al menos. Como decía Ignacio Silone en “Fontamara”. Que se apelotonen y se maten entre sí. Que
salten al vacío. Esa maza compuesta de avariciosos y hambrientos. Por arrogantes
y necios. Por petulantes y lisiados emocionales. Por desesperados por los más
variopintos desesperos. Que se quedan sin casa en la puta calle, nada. A salvar
a los banqueros y a meter preso a los ladrones de gallinas. Que no quede ni uno
sin saber lo que es justicia. Joder.
¡Joder! ¡Ay, España!
Unas decrépitas parroquianas –de esas
que tomarían el té en Inglaterra, aquí unos licores-, hablaban de la limpieza
de escaleras y otros menesteres por los que recibían magros estipendios, y se
quejaban de esas labores mal pagas. Nada.
Me distraje un momento oyendo sus quejas. El paro. La carta
de recomendación y un pedo fingido con la boca mal pintada de una de ellas.
Nada. Nadie les salvará de sus pesares, pensé.
Como dijo una de esas mujeres: y lo tonto que somos. Sí, lo dijo así “lo
tonto que somos”. No hizo el paripé idiota de la diferencia de sexo que a toda
costa ha querido imprimir como una moneda o medalla los que se denominan a sí mismos
progres, o izquierda, o plurales, o todo junto. No, la mujer dijo: “lo tonto
que somos”. Nada de jueguitos semánticos. Eso les queda a los que están del “otro
lado” y tiran papelitos por encima del muro. Ellos del otro lado. Y si los tiran manuscritos es para que creamos que son pobres. Canallas. Tanto o más
que sus supuestos antagónicos. Nada. Son simples competidores en sus
chiringuitos. El palabrerío no cambia las miserias de inquilinos y parados.
Tanto o más canallas. Juegan con la sangre ajena. La subastan y las llenan de
etiquetas muy bien diseñadas, por supuesto. Canallas.
Dentro del bar el mundo parece
perfecto. El tiempo pasa sin resplandores ni oscuridades exageradas. Las máquinas
tragaperras en un rincón lucen en silencio sin llamar la atención, son poco más
que un adorno. El bar es lo que es, suficiente. Quizá algún chino las despierte
a altas horas de la noche. Pero están peladas. Si aquí hay una moneda es pura y
exclusivamente para el próximo trago. Tal vez el último. Eso es justo. Al menos
para ciertos ángeles. Efímeros.
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