miércoles, 6 de febrero de 2013

Colby



Solía ir al Colby a hojear en internet mis correos. Pero luego me acostumbré a pasar horas allí, entre sus paredes coloradas, en la mesita junto al escaparate para observar a las mujeres circunstanciales de la calle Fuencarral en busca de inspiración. Que siempre es un consuelo a falta de otro tipo de alicientes. Eso cuando hay. Cuando hay inspiración. Mujeres no faltan. Además tiene una ventaja interesante aquel reducto. Tiene enchufes  bajo las mesas, asunto vital para mi portátil cuya batería lleva muerta casi el mismo tiempo, días más menos, que el de la adquisición, que realicé creyéndome la etiqueta que traía pegada debajo del teclado: “duración de batería 8 hs.” ¡Guau, me dije entonces, es lo que necesito! La etiqueta todavía está ahí, intacta. Ahora solo aguanta tres minutos a lo sumo, que se los gasta anunciando con cartelitos: “Conecte su portátil a una fuente, queda 2% de energía…3 minutos…”. Aunque  se desmaya mucho antes.  Justo en el instante en el que alcanzo a leer: “tiene seis mensajes nuevos….”.  Ni siquiera me diste los tres minutos, le grito inútilmente. Y me deja la angustia de saber que tenía ¡seis mensajes! ¿Y si era una oferta de empleo urgente? ¿O un editor conminándome a vernos en tal o cual lugar, interesadísimo en mi obra, y que está de paso por la ciudad, y que si no, no nos veremos hasta dentro de un par de meses cuando regrese...? ¿Porqué, no? ¿Eh?
Bueno, es parte de mi bagaje creativo. Fantasear, digo. Y también mi ruina, pienso. A veces. ¿Mujeres? No, mensajes de ellas no. Prefieren “decírmelo” por teléfono, en especial cuando las llamo yo. Ahí se desahogan a mi cuenta. Lo prefieren así, me dicen. Que es más directo. Más espontáneo. Se quedan satisfechas. Al menos en eso.
Decía que me apoltroné de tal modo en aquel sitio que pasé de “hojear” internet a escribir, estilográfica en mano, como siempre lo hago –siempre que tenga suficientes cartuchos Parker-, en mi cuaderno de bitácora itinerante. Y lo estaba haciendo, escribir, a propósito de una reyerta que presencié cerca del portal, una tarde antes, cuando decidí realizarle una visita a mi amigo Tito, al que me extraño no encontrar, aunque en su lugar había otro “inquilino” ocupando el puesto de mendicidad. Un pordiosero más joven que Tito, y más alcoholizado. O loco. Le pregunté por mi amigo pero no supo contestarme, o no entendía mi idioma. Iba a insistirle con la descripción del otro mendigo pero el griterío y las corridas me distrajeron. Lo que más me aterró en un momento fueron las huellas ensangrentadas de un hombre que herido como se veía trataba de abrirse paso entre la multitud para acercarse lo más posible al portal. Tenía esas imágenes en la cabeza cuando otra se me  incrustó con sonidos de una actualidad urgente y peligrosa. Ahí mismo, en el Colby, estaba a punto de generarse una grande. Una pareja de gitanos contra el camarero. Más exactamente entre el gitano, y todo lo que le hiciese frente. El corpulento muchacho, tirando a gordo, lucía una camiseta algo más pequeña que el talle correspondiente, lo que resaltaba sus músculos y su abdomen. La gitana también, aunque lo que resaltaba especialmente era su culo, a la sazón, motivo según su novio, de su ira. Su ira contra el camarero que no había sabido disimular su interés por tan reluciente abundancia. En verdad, muy bien distribuida. Dos globos apretujados y sostenidos por la estrecha columna que remataba con excelentes líneas su cintura. Dibujo de una plasticidad subyugante. Entiendo al pobre camarero. Quizá con unos años más de oficio llegue a evitar ese indisimulable gesto de deseo feroz que evidenció para furia del celoso amigo de la “racita calé”.  Ella trató de sofocar los ánimos desencajados de su prometido, y en parte lo consiguió, mientras el mozo, oculto, tras un biombo, al fondo del local, dudaba si hacerle o no caso a su hombría ante los insultos y desafíos que le propinaba el otro. Muchos clientes optaron por pagar y marcharse antes que comenzasen a volar todo tipo de elementos que el gitano buscaba afanosamente para arrojarle al atrevido. Yo dejé mis cosas en el rinconcito aquel que tenía dispuesto como si fuese mi oficina. Las creía a salvo. Y salí a la puerta del local para fumar tranquilo y seguir desde allí el desarrollo de los acontecimientos. Además pensé, y de forma acertada, que cuando por fin se marchasen los gitanos podría tener una visión más amplia y menos arriesgada de aquella mujer. Que lucía una cabellera oscura y revuelta que le llegaba a las comisuras mismas del ojete. Un tipo que salía susurró “si no quiere que se la miren que le ponga un burka, coño”. Le iba a decir que mejor no diese ideas, pero me contuve.
Luego, cuando llegó la calma, esto es cuando se fueron definitivamente, ella colgada del brazo del muchacho que seguía mascullando insultos y revoleando el brazo libre, y el camarero salió del escondrijo con cierta precaución, decidí volver a lo mío. Pensé en Tito, nuevamente, en qué sería de su vida, si es que aún vivía. Si habría logrado ir a México, con su hija. El tenía muchos amigos como yo. Que se habían hecho amigos del mismo modo, contándose mutuamente sus miserias. Más que ninguna otra cosa. Siempre seducen las historias con picos y profundidades. Así, de forma pareja. Exitos y fracasos, todo en un mismo frasco. En el orden que se quiera. Con final feliz o dramático. A mí en particular me sorprendieron los apelativos de toda aquella fauna descrita por el ex futbolista. Aunque también he pensado muchas veces que cantidad de ellos se los iba inventando en medio del relato. Depende de la atención que se le dispensara. Los “macizos”, los “reptantes”, los “reincidentes”…
A mí me llegó a decir  que yo podría llegar a ser, algún día, un ángel efímero. Que era cuestión de que me lo propusiese. O no. Que tal vez me sucedería igual. Y yo meneaba la cabeza negativamente, que no me interesa, le dije. Que todo eso me sonaba un tanto absurdo.
-No; no es absurdo. Con el tiempo lo va a entender mejor. Y si le pasa, si un día descubre que sin darse cuenta ha sido un ángel efímero, no se deprima. Todos esos que están ahí –me señaló la multitud-, esperan al menos esa oportunidad. Sus vidas tienen un vacío que usted no imagina. No les falta un techo, ni les falta comida, fíjese, mírelos bien, observe sus ropas, hasta sus modales ¿parecen pobres? Es otra cosa. Usted cree que es una desgracia ser un ángel efímero, pero es más de lo que muchos quisieran. Así como me ve, yo siento que no he vivido en vano.
-Para usted, Tito, es una distinción, eso me quiere decir.
-Bueno, si es como usted lo define, sí.
No sé, le respondí escéptico, pero me quedé con ganas de entender en qué radicaba su satisfacción, viéndolo así, sumido en la carencia y la soledad más espantosa.
Tito, si está por ahí, ya lo iré a visitar (este mensaje es para alguno que lo conozca y tenga internet, Tito es el viejo ex futbolista, el único ángel efímero que he conocido hasta ahora, y yo, pues, un amigo de Tito).



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Translate