jueves, 7 de febrero de 2013

La Gran Vía de la 9 de Julio



Frío recorre el aire la Gran Vía, escurriéndose entre los jeans ultra ajustados de las prostitutas perennes de los portales. A veces se escucha un silbo con el que llaman las morenas a sus posibles clientes, o un chistido, que se congela en el aire a pesar de la caliente sugerencia.
Había regresado días atrás de una calurosa 9 de Julio en la que el edificio de Obras Públicas domina el horizonte con una imponente Evita diseñada al estilo Che cubano, y duplicada. La referencia a una legendaria revolución es más que evidente. Y cosmética. La gran avenida porteña, que caminé entre sorprendido y ausente, sin las prisas y ansiedades antiguas, las de antes.
Antes, les aseguro, de imaginarme como sería Madrid en invierno. Mucho antes aún de tener la más mínima intención de abandonar, como lo hice, sin remordimientos, a Buenos Aires. Mucho antes, incluso, de tener tan siquiera una sintética información del recorrido de esta arteria española y cuán fría podría ser en febrero. Más todavía cuando se vaga como una mezcla de cowboy de medianoche y solos en la madrugada, esto es, una conjunción de Pepe Sacristán y Dustin Hoffman –no Jon Voight-,  como aquellos personajes pero más viejo que ambos en aquella época.
Las palabras (cada vez más antiguas) de Tito resonaban todavía en mis oídos: “Usted podría llegar a ser un ángel efímero. Es cuestión de proponérselo. Y aún a pesar suyo”. Me volví a decir para mis adentros que no. Y exterioricé mi negación con la cabeza y los labios fruncidos. No. Aunque sabía por los comentarios de mi amigo que no había límite de edad para ostentar ese “premio consuelo” a una vida plagada de erróneas decisiones, y fallidos pasos de ciego desesperado que acaba cayendo del andén. A veces con la buena fortuna, algo es algo, de tener el convoy demasiado lejos para ser arrollado. Otras rescatados por una mano providencial  de en medio de las vías. Pero la caída y el golpe es inevitable.
A estas alturas, las del tiempo en los gemelos de las rodillas y las marcas dibujadas de un modo histérico en el rostro, como si fuesen rayones profundos propinados por un gato, que nos desfigura al punto de no poder reconocernos en los reflejos de los escaparates. Suelo imaginar que soy un vampiro que acompaña a un pobre viejo. El se ve pero yo no. Por las mañanas lo mismo. En el espejo está solo él.
Llegué hasta Alcalá con las solapas del abrigo empujadas a la fuerza hasta las orejas y el cuello contraído. Igual la brisa gélida se entremetía con una obstinada ambición de hacer daño. Luego fui por la Castellana y al fin doblé por Almirante. Julio, el portero del Toni 2 me vio venir y levantó un brazo para saludarme, le devolví el saludo y seguí de largo. No necesitaba girar la cabeza para saber que me observaba, seguramente sorprendido que no haya entrado a mangar un trago como de tanto en tanto lo hacía invitado por mi amigo César, el propietario del ya mítico piano bar, tan delgado como noble. César.
Sin embargo mi último euro con cincuenta pensaba obsequiárselo a Mozzico, a cambio de una porción de pizza recalentada. Por ese dinero, al cambio, me comía dos porciones de muzzarella en la Continental de la avenida Entre Ríos; recién hechas, con el queso correando por los costados. Pero ya no estaba en Buenos Aires. Estaba en Chueca. Y las pizzas de Madrid son las de Madrid. Hechas por tanos, gallegos o argentinos, tanto da. Todas parecidas: copiosamente adobadas con las más variadas especias, pedazos de fiambres y quesos, y de masa angustiosamente imperceptible, tanto como la muzzarella. Eso sí, mucho tomate. Hay de media masa, claro. Pero mejor no comparar. Las del Mozzico ni una cosa ni la otra. Aunque las prefiero a los pedazos de mazacote que venden unos italianos por Malasaña. Una creo se llama “El Siciliano”. Nada. Creo que en Sicilia le hubiesen pegado unos cuantos balazos por deshonrar su “patria” y desacreditar sus pizzas. Pero ahí están y a ¡dos con cincuenta la porción!  Inútilmente rememoro el sabor de aquellas de Guerrin, La Continental, Los Inmortales ¿para qué? La nostalgia me mordía un tobillo como el perro del relato del querido Osvaldo Soriano en “Una sombra ya pronto serás”, que comencé a leer en el aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv. Justo cuando venía para aquí, para España, a Madrid, a Chueca…
Ya entonces tuve esa sensación: “Ya está, ahora sí soy un croto”. Y la volví a sentir mientras tragaba aquel pedazo de masa re cocinada, en una acera del invierno, de madrugada, en la zona más desangelada de la década, con el aliento lanzando pálidos eseoeses, los bolsillos en coma y las rodillas temblando más de impotencia que de frío.
Igual recobré el optimismo al observar que aún me quedaban cuatro cigarrillos. Hay que racionarlos, pensé. Si por lo menos Tito estuviese donde solía estar, podríamos compartir ese rancio vino de caja que si no se goza al menos siembra altos muros en la memoria y acaba tumbándonos en la inconsciencia absoluta. Antes, claro, parlotearíamos un buen rato y les sacaríamos el pellejo a todos aquellos personajes que se apelotonan junto al “portal”. Tomaríamos buena nota de los sucesos y hasta nos reiríamos de la estúpida arrogancia de los primerizos, los recién llegados. Algunos de los puntos más remotos del planeta. Veríamos con cierto regocijo aquellas películas humanas e inhumanas, rodadas con los recursos miserables de las almas más peligrosas, o ingenuas, que suelen ser todavía más peligrosas. Todos dispuestos a todo con tal de cruzar al otro lado. Por dejar éste. Este en el que un tipo cualquiera, como yo, por ejemplo, tiene el indeseable destino de tomar su última cena en un Mozzico, a euro cincuenta la porción, y cuatro finales cigarrillos que verán retardada su ejecución a la espera de un golpe de suerte que lo convierta, al menos, en un ángel efímero.
Ahora sí lo deseaba. Tenías razón Tito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Translate