Frío
recorre el aire la Gran Vía, escurriéndose entre los jeans ultra ajustados de
las prostitutas perennes de los portales. A veces se escucha un silbo con el
que llaman las morenas a sus posibles clientes, o un chistido, que se congela
en el aire a pesar de la caliente sugerencia.
Había
regresado días atrás de una calurosa 9 de Julio en la que el edificio de Obras Públicas domina el horizonte con una imponente Evita diseñada al estilo Che
cubano, y duplicada. La referencia a una legendaria revolución es más que
evidente. Y cosmética. La gran avenida porteña, que caminé entre sorprendido y
ausente, sin las prisas y ansiedades antiguas, las de antes.
Antes,
les aseguro, de imaginarme como sería Madrid en invierno. Mucho antes aún de
tener la más mínima intención de abandonar, como lo hice, sin remordimientos, a
Buenos Aires. Mucho antes, incluso, de tener tan siquiera una sintética
información del recorrido de esta arteria española y cuán fría podría ser en
febrero. Más todavía cuando se vaga como una mezcla de cowboy de medianoche y
solos en la madrugada, esto es, una conjunción de Pepe Sacristán y Dustin
Hoffman –no Jon Voight-, como
aquellos personajes pero más viejo que ambos en aquella época.
Las palabras
(cada vez más antiguas) de Tito resonaban todavía en mis oídos: “Usted podría
llegar a ser un ángel efímero. Es cuestión de proponérselo. Y aún a pesar suyo”.
Me volví a decir para mis adentros que no. Y exterioricé mi negación con la
cabeza y los labios fruncidos. No. Aunque sabía por los comentarios de mi amigo
que no había límite de edad para ostentar ese “premio consuelo” a una vida
plagada de erróneas decisiones, y fallidos pasos de ciego desesperado que acaba
cayendo del andén. A veces con la buena fortuna, algo es algo, de tener el
convoy demasiado lejos para ser arrollado. Otras rescatados por una mano
providencial de en medio de las vías.
Pero la caída y el golpe es inevitable.
A estas
alturas, las del tiempo en los gemelos de las rodillas y las marcas dibujadas
de un modo histérico en el rostro, como si fuesen rayones profundos propinados
por un gato, que nos desfigura al punto de no poder reconocernos en los
reflejos de los escaparates. Suelo imaginar que soy un vampiro que acompaña a
un pobre viejo. El se ve pero yo no. Por las mañanas lo mismo. En el espejo está
solo él.
Llegué
hasta Alcalá con las solapas del abrigo empujadas a la fuerza hasta las orejas
y el cuello contraído. Igual la brisa gélida se entremetía con una obstinada
ambición de hacer daño. Luego fui por la Castellana y al fin doblé por
Almirante. Julio, el portero del Toni 2 me vio venir y levantó un brazo para
saludarme, le devolví el saludo y seguí de largo. No necesitaba girar la cabeza
para saber que me observaba, seguramente sorprendido que no haya entrado a
mangar un trago como de tanto en tanto lo hacía invitado por mi amigo César, el
propietario del ya mítico piano bar, tan delgado como noble. César.
Sin
embargo mi último euro con cincuenta pensaba obsequiárselo a Mozzico, a cambio
de una porción de pizza recalentada. Por ese dinero, al cambio, me comía dos
porciones de muzzarella en la Continental de la avenida Entre Ríos; recién
hechas, con el queso correando por los costados. Pero ya no estaba en Buenos
Aires. Estaba en Chueca. Y las pizzas de Madrid son las de Madrid. Hechas por
tanos, gallegos o argentinos, tanto da. Todas parecidas: copiosamente adobadas
con las más variadas especias, pedazos de fiambres y quesos, y de masa
angustiosamente imperceptible, tanto como la muzzarella. Eso sí, mucho tomate.
Hay de media masa, claro. Pero mejor no comparar. Las del Mozzico ni una cosa
ni la otra. Aunque las prefiero a los pedazos de mazacote que venden unos
italianos por Malasaña. Una creo se llama “El Siciliano”. Nada. Creo que en
Sicilia le hubiesen pegado unos cuantos balazos por deshonrar su “patria” y
desacreditar sus pizzas. Pero ahí están y a ¡dos con cincuenta la porción! Inútilmente rememoro el sabor de aquellas de
Guerrin, La Continental, Los Inmortales ¿para qué? La nostalgia me mordía un
tobillo como el perro del relato del querido Osvaldo Soriano en “Una sombra ya
pronto serás”, que comencé a leer en el aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv.
Justo cuando venía para aquí, para España, a Madrid, a Chueca…
Ya
entonces tuve esa sensación: “Ya está, ahora sí soy un croto”. Y la volví a
sentir mientras tragaba aquel pedazo de masa re cocinada, en una acera del
invierno, de madrugada, en la zona más desangelada de la década, con el aliento
lanzando pálidos eseoeses, los bolsillos en coma y las rodillas temblando más
de impotencia que de frío.
Igual
recobré el optimismo al observar que aún me quedaban cuatro cigarrillos. Hay
que racionarlos, pensé. Si por lo menos Tito estuviese donde solía estar,
podríamos compartir ese rancio vino de caja que si no se goza al menos siembra
altos muros en la memoria y acaba tumbándonos en la inconsciencia absoluta.
Antes, claro, parlotearíamos un buen rato y les sacaríamos el pellejo a todos
aquellos personajes que se apelotonan junto al “portal”. Tomaríamos buena nota
de los sucesos y hasta nos reiríamos de la estúpida arrogancia de los
primerizos, los recién llegados. Algunos de los puntos más remotos del planeta.
Veríamos con cierto regocijo aquellas películas humanas e inhumanas, rodadas
con los recursos miserables de las almas más peligrosas, o ingenuas, que suelen
ser todavía más peligrosas. Todos dispuestos a todo con tal de cruzar al otro
lado. Por dejar éste. Este en el que un tipo cualquiera, como yo, por ejemplo,
tiene el indeseable destino de tomar su última cena en un Mozzico, a euro
cincuenta la porción, y cuatro finales cigarrillos que verán retardada su
ejecución a la espera de un golpe de suerte que lo convierta, al menos, en un
ángel efímero.
Ahora
sí lo deseaba. Tenías razón Tito.
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