domingo, 3 de febrero de 2013

Invierno en Madrid



Es domingo en Madrid y estoy sentado en la mesa de un bar de Carabanchel, junto a la ventana para que el sol, éste bendito del  invierno, se encarame sobre mi taza de café, que le convido agradecido, de verdad. Las tragaperras están mudas, por suerte, y eso también es un alivio. Ya bastante me han susurrado, gritado y maldecido sin dejar por eso de vaciarme los bolsillos. Una puta al menos me habría tratado con cordialidad, hasta con cariño. En la época en la que llegué a España aquellos artilugios dispuestos a pares en todos los tugurios, garitos, y fondas, me sorprendieron realmente mal. Me resultaba insoportable esa musiquita mixturada con voces mecánicas que incitaba a apostar. Y lo peor, ver a los parroquianos transpirar y temblar de excitación frente a los reflejos de la luminaria enloquecida, golpeando con furia unos pulsadores o echándoles billetes, ya no monedas, a la vagina plástica e insaciable de aquella pérfida estructura. “¡Qué locura!”, pensaba yo por entonces, mientras contaba y re contaba mi magro capital de inmigrante atribulado por su futuro inmediato. Ese futuro de las próximas horas. El mismo en el que el “pásate la semana que viene” sonaba a “ven dentro de mil años”, dada la prisa de nuestras necesidades.
Como si estuviese en una noria gigantesca de un parque de diversiones fatalmente abandonado, al uso de aquellos descritos por Stephen King, con payasos malvados y todo, me encuentro ahora exactamente en la posición inicial luego de haber  comenzado el giro con el día y retornado finalmente de noche, a la oscuridad. Con una leve diferencia: he salido de aquella rueda convertido en un parroquiano más, pero en un entorno totalmente opuesto. De un país de alegre holgazanería a otro de penosos parados. Entre los que me cuento. En eso, solo en eso, como al principio.
El parque de diversiones se ensombreció, ya no hay colas de niños y adolescentes desperdigando palomitas por los suelos con caritas sonrosadas, pletóricas, esperando el turno para subir a su juego. Los carteles luminosos se han ido apagando. Algunos lucen medio inclinados como a punto de desprenderse de sus andamiajes, con dos o tres lamparitas encendidas que apenas dejan entrever su antiguo nombre. Se puede deambular por todo el ámbito sin tropezar con nadie. Solo. Desde alguna garita una empleada, tal vez la propietaria, me sonríe con tristeza, amablemente angustiada. Sé que podría ser su único cliente, pero aunque quisiera devolverle el gesto, sería nada más que eso, un gesto. Estamos en la ruina.
El domingo, maldito en otros tiempos, es ahora una fuente de inspiración para las precarias ilusiones; un campo de entrenamiento para las lánguidas esperanzas: el lunes, mañana, volverá la actividad, la que sea, y en ella puede que se encuentre una oportunidad, la que sea. Habrá allí un “pásate la semana próxima” que será un “ven dentro de mil años”, o no.
Las maletas están ahí. Siempre. Y es posible que sean la respuesta más coherente en medio del desquicio. Esta locura en las que las campanadas -justo en este preciso instante- de una iglesia cercana, replican igual que el tintineo de nuestras neuronas llamando a una misa más íntima, más profunda, por nuestras culpas y miserias.
Sabía escuchar yo con verdadero interés las historias dramáticas de pos guerra. En particular aquellas contadas de primera mano, de labios de ancianos que sentían una necesidad imperiosa de dar su testimonio de las sombras. Eran historias posiblemente distorsionadas en parte por el traqueteo de las décadas, pero muy sustanciosas, melancólicamente adornadas de detalles ínfimos pero vitales para su crédito. Hambres antiguas de bocas agrietadas  como los techos y muros de sus viviendas, forjadas en el susurro temeroso y la desesperación más contenida. Me sonreía para mis adentros compadeciéndome de aquellas vidas que apenas tenían conciencia de lo mucho que habían cambiado las cosas. Para su bien, aunque sus posibilidades de disfrute eran más bien escasas por sus edades tan avanzadas. Sus nietos y biznietos si disfrutaban. Y a lo grande. En aquella época recordé, y entendí sobremanera, los relatos costumbristas de Roberto Arlt, en sus “Agua fuertes Porteñas”. Unos en especial, en los que hablaba de los “squena dritta”, esquenunes en porteño, (el término proviene de la lengua italiana, que quiere decir “espalda recta”), y hacía referencia a los hijos de los inmigrantes, los cuales no curvaban sus espaldas ni para atarse los cordones de los zapatos. A los vagos que tenían todo servido por sus padres, que si se habían roto sus espaldas para darles un techo, comida y estudios, en fin, un bienestar que ellos jamás habían tenido en sus propias tierras. Entonces las calles de Madrid estaban llenas de esquenunes
Otra vez la rueda, la noria. Y la vuelta al mundo.
Ahora el sol se escabulló detrás de un cortejo de nubes y el invierno ha vuelto a ser lo que era. Acabaré mi “purito” –eufemismo de un tabaco barato al que la mayoría de los viciosos no nos ha quedado más remedio que apelar-, y buscaré la biblioteca más cercana. Tengo que transcribir esto y colgarlo en algún blog en donde tal vez con suerte desaparezca. O se transforme en un artículo alegre y primaveral en el que hablo, muy sucintamente, de un mal sueño del cual tuve la fortuna de ser arrancado por un beso cargado de ternura y optimismo.
(Mientras, siguen las multitudes apiñándose frente al portal, cada vez más gente intenta cruzar al otro lado. Siempre cabe la posibilidad de ser un ángel efímero. Por lo menos).

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