Es domingo
en Madrid y estoy sentado en la mesa de un bar de Carabanchel, junto a la
ventana para que el sol, éste bendito del
invierno, se encarame sobre mi taza de café, que le convido agradecido,
de verdad. Las tragaperras están mudas, por suerte, y eso también es un alivio.
Ya bastante me han susurrado, gritado y maldecido sin dejar por eso de vaciarme
los bolsillos. Una puta al menos me habría tratado con cordialidad, hasta con
cariño. En la época en la que llegué a España aquellos artilugios dispuestos a
pares en todos los tugurios, garitos, y fondas, me sorprendieron realmente mal.
Me resultaba insoportable esa musiquita mixturada con voces mecánicas que
incitaba a apostar. Y lo peor, ver a los parroquianos transpirar y temblar de
excitación frente a los reflejos de la luminaria enloquecida, golpeando con
furia unos pulsadores o echándoles billetes, ya no monedas, a la vagina plástica
e insaciable de aquella pérfida estructura. “¡Qué locura!”, pensaba yo por
entonces, mientras contaba y re contaba mi magro capital de inmigrante
atribulado por su futuro inmediato. Ese futuro de las próximas horas. El mismo
en el que el “pásate la semana que viene” sonaba a “ven dentro de mil años”,
dada la prisa de nuestras necesidades.
Como si
estuviese en una noria gigantesca de un parque de diversiones fatalmente
abandonado, al uso de aquellos descritos por Stephen King, con payasos malvados
y todo, me encuentro ahora exactamente en la posición inicial luego de haber comenzado el giro con el día y retornado
finalmente de noche, a la oscuridad. Con una leve diferencia: he salido de
aquella rueda convertido en un parroquiano más, pero en un entorno totalmente
opuesto. De un país de alegre holgazanería a otro de penosos parados. Entre los
que me cuento. En eso, solo en eso, como al principio.
El
parque de diversiones se ensombreció, ya no hay colas de niños y adolescentes
desperdigando palomitas por los suelos con caritas sonrosadas, pletóricas,
esperando el turno para subir a su juego. Los carteles luminosos se han ido
apagando. Algunos lucen medio inclinados como a punto de desprenderse de sus
andamiajes, con dos o tres lamparitas encendidas que apenas dejan entrever su
antiguo nombre. Se puede deambular por todo el ámbito sin tropezar con nadie.
Solo. Desde alguna garita una empleada, tal vez la propietaria, me sonríe con
tristeza, amablemente angustiada. Sé que podría ser su único cliente, pero aunque
quisiera devolverle el gesto, sería nada más que eso, un gesto. Estamos en la
ruina.
El
domingo, maldito en otros tiempos, es ahora una fuente de inspiración para las
precarias ilusiones; un campo de entrenamiento para las lánguidas esperanzas:
el lunes, mañana, volverá la actividad, la que sea, y en ella puede que se
encuentre una oportunidad, la que sea. Habrá allí un “pásate la semana próxima”
que será un “ven dentro de mil años”, o no.
Las
maletas están ahí. Siempre. Y es posible que sean la respuesta más coherente en
medio del desquicio. Esta locura en las que las campanadas -justo en este
preciso instante- de una iglesia cercana, replican igual que el tintineo de
nuestras neuronas llamando a una misa más íntima, más profunda, por nuestras
culpas y miserias.
Sabía
escuchar yo con verdadero interés las historias dramáticas de pos guerra. En particular
aquellas contadas de primera mano, de labios de ancianos que sentían una
necesidad imperiosa de dar su testimonio de las sombras. Eran historias posiblemente
distorsionadas en parte por el traqueteo de las décadas, pero muy sustanciosas,
melancólicamente adornadas de detalles ínfimos pero vitales para su crédito.
Hambres antiguas de bocas agrietadas
como los techos y muros de sus viviendas, forjadas en el susurro temeroso
y la desesperación más contenida. Me sonreía para mis adentros compadeciéndome
de aquellas vidas que apenas tenían conciencia de lo mucho que habían cambiado
las cosas. Para su bien, aunque sus posibilidades de disfrute eran más bien
escasas por sus edades tan avanzadas. Sus nietos y biznietos si disfrutaban. Y
a lo grande. En aquella época recordé, y entendí sobremanera, los relatos
costumbristas de Roberto Arlt, en sus “Agua fuertes Porteñas”. Unos en
especial, en los que hablaba de los “squena dritta”, esquenunes en porteño, (el
término proviene de la lengua italiana, que quiere decir “espalda recta”), y
hacía referencia a los hijos de los inmigrantes, los cuales no curvaban sus
espaldas ni para atarse los cordones de los zapatos. A los vagos que tenían
todo servido por sus padres, que si se habían roto sus espaldas para darles un
techo, comida y estudios, en fin, un bienestar que ellos jamás habían tenido en
sus propias tierras. Entonces las calles de Madrid estaban llenas de esquenunes.
Otra vez la rueda, la noria. Y la vuelta al mundo.
Ahora
el sol se escabulló detrás de un cortejo de nubes y el invierno ha vuelto a ser
lo que era. Acabaré mi “purito” –eufemismo de un tabaco barato al que la
mayoría de los viciosos no nos ha quedado más remedio que apelar-, y buscaré la
biblioteca más cercana. Tengo que transcribir esto y colgarlo en algún blog en
donde tal vez con suerte desaparezca. O se transforme en un artículo alegre y
primaveral en el que hablo, muy sucintamente, de un mal sueño del cual tuve la
fortuna de ser arrancado por un beso cargado de ternura y optimismo.
(Mientras,
siguen las multitudes apiñándose frente al portal, cada vez más gente intenta
cruzar al otro lado. Siempre cabe la posibilidad de ser un ángel efímero. Por
lo menos).
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