Me estaba
comiendo una abundante tapa en Los Tigres del Norte, ahí por la calle
Hortaleza. Bah, le llaman tapa pero en
realidad era un platazo de paella con varias, éstas sí, tapas de las clásicas,
una con queso, otra con rodaja de chorizo y otras no sé muy bien de qué, y todo
remojado con una caña en vaso tubo. Y a sólo dos con cincuenta euros. Especial para
pobres como yo. Y no tan pobres en este parque de diversiones en penumbras. Festín
para mis tripas y sosiego para mis neuronas necesitadas de un toque de ausencia
en el embarcadero de las almas en pena. Allí entre la bruma corrupta de los
noticieros y la pérfida brisa de las palabras huecas y los titulares con vendajes
de momias. El cerebro por la nariz y a esperar el juicio eterno. En estas
cavilaciones me encontraba cuando Fran pasó junto a mi mesa (que no somos
amigos, apenas cruzamos unos saludos de tanto en tanto), y me susurró,
inclinándose para hacerlo más cómplice, un ¡ey, que todos somos ángeles
efímeros! Había leído algo, cosa que me sorprendió bastante, sinceramente. No
esperaba ningún comentario de ese hombre, pero mira por dónde, ahí estaba. “Claro”, les respondí, y aprovechó quizá mi
cara de sorpresa para apartar una silla y sentarse enfrente mío. Sin
invitación, aunque le dije igual siéntate si quieres, aunque ya se había
sentado y me miraba fijamente como si me fuese a revelar un secreto. O un
descubrimiento importante.
-Lo del muro te refieres a la otra vida, ¿no? Al cielo o algo así…-, me lanzó junto
con su dedo índice apuntándome a la frente.
-No-,
le dije escueto.
-¿Ah,
no? Cómo…a ver, explícame entonces eso de cruzar “al otro lado”, es que pa`mí
la única opción de hacerlo es estando muerto, ya sabes, no hay otra forma…
Lo noté
incomodo, contrariado, pero yo no tenía ganas de darle ningún alivio.
-Hablo
de otras cosas-, le contesté.
-¡De la
fama! ¡Eso es!-, exclamó por fin, desahogándose de una duda, o como para
llevarse al menos el segundo premio. Y sonrió satisfecho.
Pero le
clavé otra estocada.
-Pues
no, es que no se trata precisamente de un asunto tan concreto. Sí, es un poco
ambiguo, tal vez, pero es lo que es…aunque si tú lo entiendes por ese lado está
bien. Ese es un poco el fin del arte, la interpretación libre, aunque la piedra
angular sea mi propia inquietud ¿me entiendes?, si no me sorprende a mí, me
aburre. Hay un punto en el que verdaderamente somos tomados por sorpresa, y la
historia tiene su propia vida…y te da placer escribir y recorrer esos
laberintos imprevisibles, hasta sentimos un poco de angustia por el desenlace,
temores, ansiedad…hay que padecer el relato…quizá parezca presuntuoso…no sé,
¿entiendes?
Se
quedó mirándome unos segundos, y no supe si iba a carcajearse o darme una
trompada. Pero se puso de pie, frunció la boca desconcertado y con un hilito de
voz dijo “bueno”, ya para marcharse. Igual traté de no ser descortés y agregué,
inútilmente:
-La verdad
es que no suelo “explicar” lo que escribo, además, a veces, no sé, honestamente,
lo que escribo. Sí, sé, sé el comienzo y más o menos lo voy llevando, y después…
-Ajá-,
dijo sin más interés ni en mi relato, ni en mi explicación, ni en mí. –Bueno,
nos vemos-, me saludó finalmente.
Y me
alegré de que se fuese, mi cerveza se había calentado con esa visita
inesperada, y deseaba volver a mis cavilaciones. Por lo menos allí, en el
limbo, nadie me cuestionaba nada. Aunque tampoco pude volver a ellas. Otras “ellas”
reclamaban mi atención, una “ella” en especial. Una brasileña –deduje por su
acento- que hablaba con su amiga y me miraba de reojo. Le sonreí y me devolvió
una sonrisa mucho más amplia y blanca.
Esa
noche viajé a Rio de Janeiro a bordo de una piel morena, y subí a dos Pan de Azúcar;
me deslicé por un pequeño Mato Grosso y al fin encontré un mínimo Amazonas. El
cielo grisáceo de sus ojos tuvo gaviotas y el aire tibio de su aliento me trajo
el ritmo de una bossa en pleno Copacabana. Y fui un ángel, un ángel muerto y
uno revivido. Un efímero ángel de una ciudad llena de ángeles efímeros. Tan
viejo como mi viejo amigo, el ex futbolista. Y tan pobre como él. Aunque a
diferencia de aquel hombre, por una noche, al menos por una, no me había
sentido tan solo. Y hasta imaginé que había sido amado de verdad.
A la mañana siguiente todo Brasil roncaba y me
marché sin hacer ruido, le di un beso en la única mejilla libre, pero ni se
enteró. No dejé notitas, ni ninguna cursilería al uso. Sólo me adentré en la
calle, ésa, que ya buscaba presurosa, enloquecida, la multitud que se
apretujaba frente al portal aquel. ¿Quién no quisiera cruzar al otro lado?, le
dijo una mujer de piel muy blanca y cabellera negra con reflejos ocres a su
eventual acompañante, un tipo alto con gafas de sol y un portafolios como el de
un vendedor de seguros, que asintió con la cabeza.
Pasé por
enfrente de “Los Tigres del Norte” y sentí una estúpida melancolía del día
anterior. Hubiese soportado a Fran una vez más con el afán de comenzar de nuevo
la tarde que trajo la noche y las costas cariocas. Pero aquello ya era
definitivamente el pasado. En este, mi lado, era también un ángel, más que
efímero, desesperado, pero un ángel que de vez en cuando , muy de vez en
cuando, encontraba su instante de eternidad.
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